El año 1917 fue crítico para Rusia y para el mundo. En plena Primera Guerra Mundial el viejo Imperio de los zares sufrió un ciclo revolucionario que transformó el país en el primer Estado socialista. De esta forma, lo que fue el Imperio de los Romanov, dominado por la autocracia zarista, se convirtió en el primer país en el que triunfaban las ideas revolucionarias enunciadas en el siglo XIX por Marx y Engels.
En febrero de 1917 –marzo en el calendario occidental– el frágil carácter de Nicolás II y la falta de apoyos hizo que su régimen se derrumbara en medio de una revuelta espontánea, que pedía pan, paz y tierra. De las cenizas del zarismo surgió un Gobierno provisional que intentó homologar a Rusia con las potencias occidentales pero que fue incapaz de llevar a cabo su programa reformista en medio de la guerra contras las Potencias Centrales y la presión revolucionaria de los grupos más radicales.
Entre estos últimos destacaban los bolcheviques de Lenin. Vuelto del exilio, el viejo revolucionario no dio tregua al nuevo régimen y su radicalismo contagió a otros muchos líderes, entre ellos a personajes como Trotsky. Además, contó con la ayuda inestimable de verdaderos profesionales de la agitación revolucionaria como Stalin. El Gobierno provisional, dirigido por el que había sido una de las máximas figuras de oposición al zarismo, Kerensky, apenas pudo hacer frente a los bolcheviques y a los intentos del ejército de implantar un régimen autoritario de la mano de Kornilov. Finalmente, la situación de debilidad del Gobierno fue aprovechada por Lenin para liderar un golpe que terminó por convertirse en la denominada Revolución de Octubre.
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