En 1941, cuando la Wehrmacht se abalanzó sobre la URSS parecía un ejército invencible. Pero algo fallaba, aunque el gran público aun no lo notara: los planes alemanes calculaban que para finales de agosto el Ejército Rojo ya iba a estar liquidado, y no solo no lo estaba sino que seguía combatiendo.
Los estrategas alemanes tenían muy claro que la única guerra que el Reich podía ganar era mediante una serie de cortas y victoriosas campañas relámpago, separadas entre sí por los meses suficientes para que Alemania y su Wehrmacht recuperara fuerzas. Así se esperaba que fuera la Campaña de Rusia. La Blitzkrieg pasó a la historia ante Moscú.
La derrota alemana en Stalingrado fue la segunda batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial: Alemania, sin el petróleo del Cáucaso, ya no podría ganar la guerra, de ningún modo. Pero aún el conflicto podía acabar «en tablas».
Kursk iba a ser la tercera batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial, pues demostró que Alemania iba a perder la guerra: su principal activo, su máquina militar, había perdido su antiguo poder decisorio.
De las innumerables derrotas causadas a la Wehrmacht por el Ejército Rojo en 1944, ninguna tan completa y humillante como la registrada en la llamada «Operación Bagration», lanzada el 22 de junio de 1944, en la que todo el Grupo de Ejércitos Centro alemán fue fulminado, en la mayor derrota de toda la historia militar alemana.
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